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Para finales del siglo XIX un grupo de artistas heterogéneo dará un vuelco a lo que hasta el momento se llamaba pintura. En un mundo que aceleraba su crecimiento mediante la industrialización, estrechaba sus fronteras con el tren, y maravillaba al público con avances científicos como la fotografía; una nueva generación de pintores se preparaba para dejar a un lado las viejas normas y valores defendidos por la Academia. Se sentían encorsetados, incomprendidos y, sobre todo, llenos de un irreprimible deseo por la experimentación. De esta manera, despuntarán los llamados Impresionistas, cambiando la forma de representación tradicional siempre atada al anhelo de reproducir con infinito virtuosismo la realidad, una realidad acentuada por la idealización y el ilusionismo. Ante esto, los impresionistas se erigieron como defensores de la libertad creativa, saliendo de sus talleres a pintar au plein air, asumiendo la autonomía del color frente al tema, dislocando la construcción del espacio y creando el velo atmosférico tan característico de sus vaporosas composiciones. Una nueva forma de mirar lo impregna todo y el arte se convertirá en reflejo de la personalidad del artista.
En la pincelada ligera de Amparo de Flórez se evidencia este mismo interés por la observación, la investigación y la expresión íntima de la realidad. Rodeada de naturaleza desde su niñez -como indica la propia artista- le apasiona representarla con los pinceles y óleos. Su mirada se centra en encuadres en los que la naturaleza se muestra desbordante, con infinitos horizontes en los que despuntan hermosas encinas o frondosos arbustos de lilas en una esquina del jardín. Su mirada no pierde detalle, las horas, las estaciones, el paso del tiempo y la meteorología se convierten en actores principales de sus obras, generando atmósferas palpables que nos trasladan al instante. Al sonido de las cigarras y los lagartos sobre el manto seco de hierba en un caluroso agosto en la dehesa, el frescor que se despierta al amanecer cuando un curioso efecto óptico engaña a la vista transformando en azul el agrietado y oscuro tronco de las encinas o el salto de las abejas sobre las hermosas lilas en primavera. Todo está allí, como un perfecto concierto sinestésico, en el que el color despierta el sonido y a su vez el olor, y en contrapunto perfecto, nuestro tacto se enciende.
La pintura cobra vida, se despereza de esa asociación estricta con la realidad y aumenta sus capacidades sensoriales, simbólicas, al igual que ocurrió con las composiciones impresionistas. De la misma manera, la pintura se convierte en un espejo de la propia autora, refleja el amor por su tierra, su fascinación por el color y su conocimiento, y el deseo por aprehender cada instante, cada atmósfera, cada sensación sobre el lienzo o una antigua puerta de madera. Por lo que podemos observar en esta muestra, Amparo de Flórez logra resolver y transmitir de una manera muy acertada todas estas cuestiones.
Izaskun Monfort. Crítica y comisaria de arte independiente.